lunes, 1 de febrero de 2010



Historia de la Iglesia



La historia de la iglesia, que abarca casi 2.000 años, constituye un tema que nadie sino sólo el
Espíritu Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en los que tal historia debería basarse
sólo los conoce Aquel que, en humilde gracia, ha estado aquí en la tierra todo el tiempo
manteniendo en la asamblea un testimonio de la verdad según la revelación de Dios. En
medio de las glorias crecientes y menguantes de la iglesia, Él ha sido, por una parte, el
dolorido Testigo de cada paso de alejamiento y de decadencia, y, por la otra, el Manantial
interior de cada sentimiento espiritual en pos de Dios, y la Fuente vivificadora de cada fase de
recuperación y avivamiento. Con precisión divina, Él ha evaluado lo que es de verdadero valor,
al ser capaz de distinguir entre lo que es de Dios y lo que es del hombre.
Es la incapacidad de llevar esto a cabo, así como la imposibilidad de penetrar más allá de lo
que el ojo puede ver o que el oído puede oír, la que ha limitado las actividades de todos los
historiadores humanos.
Si se tiene presente esta importante reserva, se puede decir que se han hecho muchos
excelentes intentos para registrar la historia pública de la iglesia, y en esto nos ayudan las
mismas Sagradas Escrituras. Por ejemplo, J. N. Darby (refiriéndose a las cartas a las siete
iglesias en Asia, que aparecen en Apocalipsis 2 y 3), dijo: «No me cabe duda de que esta serie
de iglesias es de aplicación como historia al estado moral sucesivo de toda la iglesia: las
cuatro primeras se refieren a la historia de la iglesia desde su primera decadencia hasta su
actual condición bajo el Papado; las últimas tres son la historia del Protestantismo.»
Este marco histórico dado por Dios ha permitido a piadosos historiadores seguir las varias
fases a través de las que ha pasado la Iglesia de Dios; aunque está claro que las últimas cuatro
fases corren simultáneamente. En estos discursos, la iglesia es contemplada en su posición de
responsabilidad en el mundo, como testigo público de Cristo. Como tal, está sujeta a fracasos
y consiguientemente cae bajo la reprensión de Cristo por su infidelidad.
Las persecuciones comenzaron el 64 d.C.
Es evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que la decadencia y el fracaso ya se habían
introducido incluso en los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo tiene que decir en su
segunda epístola a Timoteo que todos los de Asia lo habían abandonado, sino que el Señor,
dirigiéndose al ángel de la asamblea de Éfeso —la primera de las siete— dice: «Has dejado tu
primer amor.» Esta decadencia fue seguida poco después por un tiempo de intensa
persecución. Comenzó en el reinado de Nerón y por su instigación, y prosiguió durante casi
tres siglos. Es destacable que durante este período la historia ha registrado diez persecuciones
generales distintas, lo que puede tener que ver con la palabra del Señor a la segunda asamblea
—Esmirna: «Tendréis tribulación por diez días
Se puede también hacer referencia de pasada al temprano cumplimiento de la palabra del
Señor acerca de la destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue devastada por el general
romano Tito, y se ha dicho que más de un millón de personas murieron en el asedio y en la
terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba desatada dentro de sus murallas.
Es innecesario en una sinopsis como esta entrar en los detalles de las diez primeras
persecuciones o registrar la larga historia de los mártires cuya sangre sirvió para regar la
simiente del evangelio. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, sufrieron igualmente en muchas
partes de Europa y Asia. Además de la mayoría de los apóstoles y de otros hombres de Dios
mencionados en las Escrituras, como Timoteo, destacan de manera preeminente los nombres
de Ignacio, Policarpo, Justino y Perpetua entre los muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo
les procuró la palma del martirio. Una y otra vez, con terrible ferocidad, se descargaron los
poderes del infierno contra la iglesia, pero ésta prosperó en medio de la persecución, y, en lo
principal, los períodos de calma que hubo entre las tormentas dieron evidencia de la
expansión del evangelio. Los esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e implacables, pero las
puertas del infierno no iban a prevalecer, y muchos miles de almas que habían estado
buscando en vano descanso para sus corazones en las mitologías de Roma y de Egipto se
declararon seguidores gustosos de Cristo.
Decadencia en aumento de la iglesia
Sin embargo, fue tras una persecución de aproximadamente doscientos años que los
elementos de decadencia y alejamiento de la verdad comenzaron a profundizar en la iglesia, y
la fidelidad de los mártires resplandeció tanto más sobre el oscuro fondo de la decadencia de
la gloria de la iglesia. La causa de la decadencia —y en verdad podríamos decir que la causa
de toda decadencia— residía en el hecho de que la iglesia había perdido de vista su puesto de
santa separación del mundo. Su temprana simplicidad estaba volviéndose rápidamente cosa
del pasado, y la mano del hombre estaba llevando a cabo ruinosos cambios en la dirección de
sus asuntos.
Clero y laicos
Además, la distinción entre el clero y los laicos —largo tiempo sugerida por los principios del
judaísmo— estaba surtiendo sus malos efectos en la iglesia. Los obispos y diáconos vinieron
a ser una orden sagrada, y, en contra de todas las enseñanzas de las Escrituras, se les
comenzó a dar un lugar preeminente. Los acontecimientos que condujeron al establecimiento
de un orden sagrado dentro de la iglesia son considerados aquí, para que el lector pueda ver
los comienzos de lo que ahora se ha desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los
apóstoles establecieron ancianos —dando sin dudas su reconocimiento formal a aquellos que
ya habían sido capacitados por el Espíritu de Dios; pero después que los apóstoles hubieron
muerto, los supervisores [episkopoi, u obispos], que habían sido designados por los apóstoles
para llevar a cabo una obra necesaria, y no meramente para tener una posición oficial,
comenzaron a arrogarse para sí mismos el derecho exclusivo de enseñar y de administrar la
Cena del Señor. Así, a comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor los tres
cargos permanentes de obispo, presbítero y diácono. Al transcurrir el tiempo, estos hombres
fueron asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la iglesia y sus actividades, y los
miembros ordinarios de la asamblea fueron reducidos a la posición de someterse a este
control. Así, algo que era al principio una cosa más o menos informal y temporal se
desarrolló a cargos fijos y permanentes. Entonces lo que llego a ser la base de la autoridad
fue no la capacitación continuada por el Espíritu Santo, sino la posesión de un oficio
eclesiástico.



Ignacio, ya a principios del siglo segundo, combinó las dos ideas de unión con Cristo como
condición necesaria para la salvación, y de la iglesia como cuerpo de Cristo, y enseñó que
nadie podía ser salvo a no ser que fuera miembro de la iglesia. Estrechamente relacionados
con esta idea de que la iglesia era la única arca de salvación había los sacramentos, o medios
de gracia, de los que el bautismo y la Eucaristía eran los dos ejemplos destacados. En relación
con estos sacramentos surgió también la teoría del sacerdotalismo clerical: esto es, que los
sacramentos sólo podían ser celebrados o administrados por hombres ordenados de manera
regular para este propósito. Así el clero, en distinción a los laicos, vino a constituirse en un
sacerdocio oficial, y a éstos se los hizo depender enteramente del clero para conseguir la
gracia sacramental sin la que, según se enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio había
negado la validez de la Eucaristía administrada con independencia del obispo, fue Cipriano de
Cartago quien, posiblemente no por designio, fue finalmente el campeón de la causa
episcopal.



Una vez quedó establecida la distinción entre el clero y los laicos, vemos una multiplicación
de los oficios de la iglesia y la introducción de otros que nunca fueron contemplados en la
Escritura. Estas actuaciones pueden haber servido para lograr un orden externo en la iglesia
—y la verdad es que la necesidad del mismo fue de manera principal la causa de estas
innovaciones— pero reprimieron la libre expresión de la vida espiritual y de la fe, y negaron
el principio fundamental del cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo mediador entre
Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos.»
El inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu Santo dejó de recibir el puesto que le
correspondía de derecho en la iglesia. Los obispos cristianos estaban aceptando puestos en la
corte y buscaban recibir la gloria del mundo, mientras que comenzaban a aparecer ostentosos
templos para la exhibición de la religión cristiana. Cosa más grave todavía, los cristianos
pronto invitaron la intervención del poder civil en los asuntos de la iglesia, y lenta pero
seguramente comenzó a hacerse más evidente el fatal vínculo con el mundo.


La décima persecución, el 303 d.C.


La décima y final persecución bajo la cruel mano de Diocleciano fue indudablemente la más
asoladora de todas. Todo el poder del Imperio Romano se combinó en un esfuerzo
desesperado, no sólo para suprimir totalmente las Escrituras, sino para exterminar todo rastro
de cristianismo de la tierra. Este terrible y definitivo conflicto entre el paganismo y el
cristianismo, aunque añadió nuevos capítulos de gloria a los registros de los mártires, que
iban aumentando, no llegó a impedir la germinación de las semillas de corrupción que se
habían sembrado por la vinculación con el mundo.
Constantino el Grande
Así, es quizá comprensible que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma de
ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el período eclesial de Pérgamo, en el que el
león se transformó en serpiente, y en el que los adversarios de fuera dieron lugar a los
seductores desde dentro. Constantino el Grande era en esta época el César de Roma, y se
mostró abiertamente como protector de la nueva religión —hecho tan significativo como
inesperado. Naturalmente, lo que siguió fue que la posición de los cristianos pasó
inmediatamente de una de intensa persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto
en que se veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los concilios de la iglesia.


La unión de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.

Pronto se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera unión entre la Iglesia y el Estado.
Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y recurría a medidas violentas para
hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo de esto. Un hereje destacado, llamado Arrio,
expuso un credo religioso que negaba la deidad de Cristo. Enseñaba él que el Señor había
sido creado por Dios como todos los otros seres, y que, consiguientemente, no era coeterno
con Dios. Los obispos cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible
blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados por la iglesia, y la posesión y
difusión de sus escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio, Constantino
consideró la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un edicto imperial mandando que
los herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión de la iglesia. Fue Atanasio,
obispo de Alejandría, el que discernió el verdadero peligro en las enseñanzas de Arrio, y se
resistió firmemente a esta intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a la orden del
emperador y a sufrir persecución y destierro por su defensa de esta gran verdad central del
cristianismo: la deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el año 325, la deidad de
Cristo recibió sanción oficial, y fue formalmente enunciada en el original Credo Niceno.
El Edicto de Milán, 313 d.C.


A pesar de muchos y lastimosos fallos, se debe admitir que Constantino hizo muchas cosas
de gran valor en su tiempo, y que su legislación en general da evidencia de la silenciosa
acción de principios cristianos. (Nota 1.) Él fue el responsable de la redacción del famoso
Edicto de Milán —a veces llamado la Carta Magna de la Cristiandad. Concedía a los
cristianos una libertad total y absoluta para el ejercicio de su religión. Sería difícil encontrar
un mayor contraste que el que se observa entre la posición de la iglesia al principio y al final
del reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La encontró encarcelada en minas,
mazmorras y catacumbas, y excluida de la luz del cielo; y la dejó en el trono del mundo.» Sin
embargo, ello fue en cumplimiento de la profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y dónde
moras, donde está el trono de Satanás»


El comienzo de las Edades Oscuras
La herejía de Arrio fue sólo uno de muchos intentos de Satanás durante el siglo cuarto y
quinto para corromper la verdad. Por ejemplo, surgió un hombre llamado Pelagio negando la
total corrupción de la raza por la transgresión del primer hombre, y enseñó que nacemos en
inocencia, quedando por ello excluida la necesidad de la gracia divina. En muchos casos, Dios
suscitó soberanamente a hombres que combatieran estas malas doctrinas, pero la gloria de la
iglesia iba desvaneciéndose constantemente, y estaba introduciéndose el terrible período de las
Edades Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y exaltado en el cielo —
que habría brillado con tanto resplandor en los días de los mártires— estaba ahora
perdiéndose rápidamente, porque el verdadero carácter de los cristianos como extranjeros y
peregrinos se había desvanecido con su amalgamación con el mundo. Además, por cuanto la
confesión del cristianismo era considerada como una vía segura para la riqueza y el honor,
todas las categorías y clases solicitaban el bautismo, mientras que muchos trataban de unirse
al orden sagrado del clero con los motivos más mezquinos.


La caída del Imperio Romano

Es significativo que en esta época, el Imperio Romano, que había también estado en una larga
decadencia, iba a llegar también a sus días más negros. Hordas bárbaras comenzaron a
desparramarse desde todos los lados, y tres veces la misma antigua ciudad de Roma estuvo a
merced de los invasores. Finalmente, se lanzaron dentro de la ciudad como langostas, dejando
sólo ruina y desolación tras ellos. Así fue el terrible final de Roma. No fueron los cristianos
entonces los que fueron objeto de las persecuciones. En realidad, apenas si se les tocó, y en
todo lugar se respetó a los obispos. Sin embargo, no se reconoció demasiado la mano de
Dios en esto, y la vida de los miembros del clero era notoriamente mala. En la misma Roma la
condición de la iglesia estaba tan deprimida que el obispado llegó a ser, en una ocasión,
objeto de contención, y dos candidatos, en su lucha por el cargo, no tuvieron escrúpulos en
acusarse mutuamente de los más graves crímenes.

El surgimiento del monasticismo

Fue en medio de esta confusión y manifiesta decadencia que surgió el monasticismo.
Antonio, natural de Egipto, tuvo el dudoso honor de ser el primer monje. Los eremitas ya
habían existido antes de él, pero él fue el primero en adoptar la vida enclaustrada y en retirarse
de manera absoluta del mundo. Hay pocas dudas de que era verdaderamente cristiano, y un
tiempo de persecución lo sacó de su retiro para compartir los peligros de sus hermanos. El
monasticismo se extendió rápidamente, y antes del final de aquel siglo todos los lugares
desérticos del mundo cristiano estaban punteados por monasterios y conventos. No hay duda
alguna de que de estas instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo demostraron
ser un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los viajeros. Además, en el silencio
de sus celdas, los primeros monjes copiaron y preservaron así muchos de los antiguos
escritos, incluyendo las mismas Sagradas Escrituras. Todas estas instituciones, tan
esparcidas, estaban bajo el control de los obispos; pero los monjes eran reconocidos sólo
como legos por la iglesia. A finales del siglo quinto apelaron al Papa de Roma, pidiéndole
permiso para ponerse bajo su protección, petición a la que él accedió bien dispuesto, porque
estaba bien familiarizado con las riquezas e influencias de ellos. Así fue que los monasterios,
abadías, prioratos y conventos quedaron sujetos a la Sede de Roma.
La división del Imperio Romano resultó finalmente en la división de la iglesia, que quedó
prácticamente completa hacia finales del siglo sexto, pero que fue consumada de manera
oficial y definitiva sólo en el 1054. Las mitades oriental y occidental, la iglesia Católica
Griega y la Católica Romana, emprendieron así cada una su camino por separado.

El surgimiento del Papado

Con el siglo sexto comienza el período de Tiatira de la historia de la iglesia; en otras palabras,
el papado de las Edades Oscuras. Nos lleva al tiempo de la Reforma, aunque, naturalmente, el
Romanismo mismo prosigue hasta la venida del Señor. Este estado está caracterizado por la
admisión y tolerancia pública en la iglesia de lo que es burdamente malo e idolátrico, como lo
sugiere el mensaje al ángel de la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer Jezabel, que se dice
profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos.
Y le he dado tiempo para que se arrepienta de su fornicación, pero no quiere arrepentirse de
su fornicación»
Ya se ha hecho referencia a la buena obra de Constantino, pero el triste efecto fue que la
iglesia se sintió más inclinada a poner su confianza en el emperador de Roma que en su
Cabeza viva en el cielo. Pero nunca podía haber una total amalgamación de las dos partes; o
bien el estado o bien la iglesia debían asumir la preeminencia, y por un tiempo la iglesia se
contentó con tomar el puesto subordinado. Con la muerte de Constantino comenzó la lucha
por la supremacía, y los obispos de Roma presentaron atrevidamente sus pretensiones al
gobierno universal de la iglesia como sucesores de San Pedro. Es significativo el hecho, que
además expone los errores de raíz del papado, de que aunque los nombres de los primeros
obispos de Roma puedan ser conocidos en la historia, el orden en el que se sucedieron unos
a otros no es conocido. Además, los obispos de Antioquía y de Alejandría (las respectivas
capitales de las divisiones asiática y africana del Imperio, así como Roma lo era de la europea)
eran reconocidos y estaban a la par con el obispo de Roma.


Gregorio Magno

Gregorio Magno fue el único Papa destacable en el siglo sexto. Fue un hombre piadoso, y
fue responsable del envío de un grupo de monjes misioneros a Inglaterra, encabezados por
Agustín. Fueron recibidos amistosamente, y comenzó una gran obra evangelística, aunque el
evangelio había sido predicado en las Islas Británicas mucho antes que llegaran Agustín y sus
monjes. A pesar de que este período vio varias otras actividades misioneras, que
indudablemente llevaron a la conversión de muchas almas, las cosas estaban volviéndose más
oscuras por todas partes, y el poder corruptor de Roma estaba creciendo de manera
alarmante.




Prosigue la decadencia de la iglesia

Fue en esta época que se estableció la abominable idea del purgatorio, mientras que la
sencillez del culto cristiano quedaba sepultada bajo la pompa del ritual. Las tinieblas que se
cernían sobre la cristiandad fueron espesándose con el paso de los años, y a principios del
siglo séptimo la ignorancia del clero y la superstición del pueblo habían llegado a ser
asombrosas. La Biblia era muy poco leída, la lengua griega había quedado casi olvidada, y
muchos del clero eran incapaces de escribir sus propios nombres. La soberbia y la codicia del
clero se introdujo en los monasterios, y no es una exageración decir que muchos de estos
lugares llegaron a ser un nido de vicios. Pero, ¿quién podrá sorprenderse de este estado de
cosas cuando se considera el ejemplo dado por los Papas, cuya arrogancia y ambición parecía
aumentar a diario? Su ambición carecía de límites, y ningunos medios eran demasiado bajos
para alcanzar sus fines, y antes de mucho tiempo hicieron suyo el título de «Obispo
Universal» por autoridad imperial. Así, quedó sólidamente puesto el fundamento sobre el que
se edificaron todas sus pretensiones posteriores.

La autoridad imperial, dada al Papa

Sin embargo, el Papa de Roma, aunque era el dictador supremo en la iglesia, seguía sometido
al poder civil, hecho que resultó extremadamente irritante y del que varios Papas sucesivos
intentaron liberarse. Con este objetivo, y para lograr nuevos convertidos a su causa, Roma
patrocinó varios grupos misioneros. Aunque algunos de estos esfuerzos fueron
indudablemente bendecidos por Dios, es de observar que el evangelio fue predicado en su
mayor pureza por hombres fuera del seno de la iglesia de Roma.